Por lo más delgado

Por lo más delgado

El tumulto perenne hace que la esquina parezca un huracán de gente. De pronto se escucha un “agárrenlo”, y el caos adquiere un orden, como sincronizándose a un control central. Todo el mundo mira hacia donde tiene que mirar. Todos se mueven en pos del objetivo común. Los que persiguen, los que se apartan para ayudar a los que persiguen, los que obstruyen al perseguido, todos parecieran ejecutar una coreografía de película de Hollywood.

Incluso algunos motorizados, habituales enemigos de cuanto anda a pie o en carro, se suman al objetivo común. Todos van tras la presa, improvisando aparejos de cacería. Los motorizados, por supuesto, usan sus cascos, bamboleándolos para desperezar los músculos.

Los que no forman parte de la persecución lo hacen, a su manera, dirigiendo los pasos de los que persiguen, convirtiéndose en sus ojos y en su combustible, llenando el ambiente de justa ira para animar a los cazadores, que se sienten protagonistas, por alguna vez en su vida, de una película.

Y no en el papel del malo, por cierto.

La masa aturde a la presa que ve obstruido el camino de huida hacia arriba. Hay que tomar con pinzas eso de darle al cuerpo lo que pida, porque el cuerpo asustado no parece ser muy inteligente en eso, ya que el suyo, al decidir volver sobre sus pasos hacia la calle de donde vino, se sentenció a repasar todos los huesos de su cuerpo con pasmosa precisión.

Cuando se dio cuenta de lo que acababa de hacer, las piernas se le volvieron torpes. Lo suficiente para no ver a la mujer, de unos treinta años, que le metió el pie y, una vez en el piso, lo agarró por la camisa para evitar que huyera gateando, con la suficiente fuerza para no dejar que se zafara antes de ser alcanzado por los ejecutores del juicio popular.

Como en ciertos boleros, una mujer fue su perdición.

De inmediato llegó la avalancha de patadas, cascos, golpes y manos que, de manera concertada en medio del aparente caos, se turnaban para rebotar con violencia contra su cuerpo. Visto desde afuera parecía un imán convulsionándose ante la lluvia de metales que atraía hacia sí.

En medio del festín, aparecieron dos guardas nacionales, pistola en mano, abriéndose paso a empujones entre la multitud que aspiraba a ofrecer su cuota de justicia. Llegaron, por supuesto, demostrando autoridad. Es decir, asestando patadas a la presa, sacándolo de la escena a rastras. Ésta, como pudo, logró ponerse de pie en el camino, para evitar ser llevado como un saco, al alcance de las patadas de los que aún no se saciaban.

Un paneo de la multitud que los veía alejarse, recordaba esas películas donde el pueblo se arma con lo que encuentra a mano para hacer frente al peligro. Un motorizado con su casco, un niño con una piedra, un viejo con un palo, un hombre con un cable, todos sonreían, con una mezcla de satisfacción y deleite, felices de haber podido aflojar un poco esa cuerda que cada día les aprieta el cuello más y más, hecha por el abuso de las autoridades, el costo de la vida, la escasez y la violencia cotidiana.

¿Qué hizo?, preguntó uno que había llegado tarde y quiso indagar la fechoría cometida por ese representante del hampa caído en desgracia.

Le arrebató el teléfono a un hombre en la parada, comentó satisfecho uno de los que había hecho de testigo, fiscal, juez y verdugo al mismo tiempo.

Le había arrebatado el teléfono a un hombre en la parada. Sin armas ni amenazas. Un ratero que en mal momento creyó ver pagando una oportunidad. El que llegó cuando los hechos estaban en pleno desarrollo y no tuvo ocasión de contagiarse del entusiasmo de la poblada, repasa la escena, ahora sin persecución. Ve esa calle sucia, esas aceras rotas, ese rayado sin pintar, ese desagüe al que no le hacen mantenimiento desde hace años, y se pregunta por el destino de los fondos para que eso fuera una calle y no ese paisaje ruin que ahora es.

Y piensa en oficinas con decenas de escoltas, en casas con decenas de escoltas, en tipos bien vestidos decidiendo sobre el dinero que debía ser para que ese paisaje urbano no fuese tan violento, tipos con maneras tan altivas que pareciera una insolencia gritarles “agarrénlo”. Y en esos que abandonan la escena luego de asestar un golpe, con la serenidad que da tener una pistola en la mano y el botín en la otra, a los que pareciera una temeridad gritarles “agárrenlo”. Y piensa, inevitablemente en que hay cosas que no se pueden expresar sino con lugares comunes, como ese que advierte que la cuerda siempre revienta por lo más delgado.

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Héctor Torres

Héctor Torres

Narrador y promotor literario. Autor de los libros de cuentos El amor en tres platos (2007) y El regalo de Pandora (2011), de la novela La huella del bisonte (2008) -finalista de la Bienal Adriano González León 2006-, y del libro de crónicas Caracas muerde (PuntoCero, 2012). Fundador y ex-editor del portal www.ficcionbreve.org.


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