Testimonio

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Vivo en una avenida que encarna el fracaso de la convivencia respetuosa. Una avenida hecha de buhoneros, motos y hago-lo-que-me-da-la-gana. Los semáforos y las aceras son convenciones que perdieron su sentido bajo las pisadas rutinarias del abuso. Al desesperanzado paisaje urbano se le agregan ahora largas filas de personas. Y la economía emergente que ellas producen: sillas, bolsas negras, café y “puestos salidores”, son parte de la oferta que ha crecido en torno a esos barullos que expulsan a los vecinos del precario refugio de su cotidianidad.

En esa avenida sucia y rota, conocedora de todas las formas de la contaminación, se da la prodigiosa sobrevivencia de honestas y ancestrales costumbres. Para el frutero, al que “se le dañó el punto”, todavía la palabra vale y te entrega en un papelito el monto de la compra que te llevas, para cuando tengas efectivo. Y en la panadería y la charcutería te reciben con saludos y humoradas, cuando sales en busca del desayuno. Y a los niños les meten el vuelto en una bolsita plástica (“agárrela duro”), para que no lo vaya a perder.

Vivo en una ciudad que no superó sus complejos y creció buscando una identidad que se le hizo esquiva. Una ciudad en la que semáforos y aceras perdieron todo sentido referencial. Donde la solución al problema de los excesos de vehículos, fue seguir estimulando la circulación de vehículos, hostigando a la enorme mayoría que camina todos los días al trabajo. Una ciudad en la que se regó, como metástasis, la inseguridad y la violencia criminal. Donde la altanería de unos y el resentimiento de otros convirtió el ejercicio de la ciudadanía en una dolorosa quimera. Como cuando el conductor de un carro del año consideró normal “ganar unos metros de cola” circulando por la acera de una avenida de un sector clase media. Una ciudad donde la concentración vehicular hará estallar, tarde o temprano, su sistema circulatorio. Una insólita ciudad que gasta una fortuna en llevar agua potable hacia los edificios ubicados sobre colinas y prescinde de ofrecer su suministro continuo a los ranchos edificados en colinas vecinas.

En esa ciudad, luz y clima son de una belleza que hacen alucinar a los ojos venidos de tierras frías. Y nadie se asombra al ver el cielo surcado de guacamayas y loros, o garzas malandras conviviendo en las márgenes de venenosas quebradas. Ni jugosos mangos cayendo sobre desprevenidos peatones. Ni esos atardeceres que te hacen pensar en el sentido religioso de la palabra cielo. Una ciudad cuya espléndida naturaleza ha hecho fracasar nuestros mejores y más sostenidos empeños por destruirla.

Vivo en un país cuyos rapaces gobernantes lograron el increíble cometido de quebrar una nación petrolera. Un país en el que se regó, como metástasis, la inseguridad y la violencia criminal, hasta sus más escondidos rincones. Un país cuyo frágil sueño de modernidad fue tan espejismo como el mito de El Dorado. Donde un puñado de rufianes hipotecó el futuro de varias generaciones de sus compatriotas sin sentir ni una pizca de arrepentimiento. Un país que, como un barco, es el mismo para todos, y mientras sean estos nuestros hospitales y nuestros aeropuertos y nuestras calles y nuestros niveles de pobreza y nuestro atraso con respecto al conocimiento que circula por el orbe, de nada vale la burbuja en la que unos pocos pretendan ser menos tercer mundo.

En ese país habitan mis afectos y mucha gente talentosa y honesta. Gente que realiza inverosímiles esfuerzos por hacer lo que le toca. Que hace, con su modesto aporte, que la realidad circundante sea menos aprehensiva, miserable, grosera.

 

Basta echar una ojeada para entender que, en eso de reproducir el infierno en la tierra, en muchos rincones del planeta se están llevando a cabo ingeniosas muestras que superan, cada día, los trajines más creativos. Lo que equivale a decir que no nos confiemos: siempre podremos estar peor.

Por tanto, más vale renunciar a esas peregrinas ideas, placebos de nuestros fracasos, de que somos hijos de libertadores o estamos llamados a un destino grande, escrito con la caligrafía de la épica.

Más vale acusar el golpe y buscar un nuevo foco.

Vivo en una de esas caóticas avenidas que cruzan la salvaje capital de un país joven poblado de equívocos y fracasos. Pero es mi avenida, y mi ciudad, y mi país. La única forma que tengo de atravesar mi tiempo en paz conmigo mismo, es hacer mi mayor empeño por adecentar, con los materiales que tengo a mano, esas coordenadas desde las que doy cuenta de mi tiempo.

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Héctor Torres

Héctor Torres

Narrador y promotor literario. Autor de los libros de cuentos El amor en tres platos (2007) y El regalo de Pandora (2011), de la novela La huella del bisonte (2008) -finalista de la Bienal Adriano González León 2006-, y del libro de crónicas Caracas muerde (PuntoCero, 2012). Fundador y ex-editor del portal www.ficcionbreve.org.


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