El centro o la apuesta por la pluralidad

Esta semana la dirección de El Cambur me invitó a hacer una columna sobre el “centro” político. Si entendemos éste como un punto medio entre dos extremos ideológicos, escribir dicha columna me parece complicado. Es posible pensar que existen personas menos radicales que otras, pero no conozco la primera persona que esté interesada en política y sea totalmente neutral. Y si existe, no estoy segura de que sea algo positivo. La política se refiere al proceso por medio del cual tomamos decisiones sobre cómo nos gobernamos; sobre cómo nos organizamos como comunidad y convivimos con otros seres humanos. Si eso no despierta opiniones apasionadas de lado y lado, no sé qué otro tema podría hacerlo.

Ahora, que no exista un espacio neutral en donde todos estamos de acuerdo con todos no significa, sin embargo, que tengamos que vivir la vida en un juego de suma cero en donde la victoria de un sector significa la destrucción del otro. Como sucede en un partido de futbol, o cualquier otro deporte, existen unas reglas que regulan el juego político. Dichas reglas garantizan, en la medida de lo posible, que ambos equipos, por diferentes y rivales que sean, van a jugar en igualdad de condiciones y van a tener las mismas opciones de ganar. Como bien lo sabemos aquellos que seguimos algún deporte, ni las reglas, ni el árbitro son cien por ciento infalibles. En cualquier país del mundo, las instituciones les dan ventajas a unos grupos sobre otros. Pero como lo demostró Chile en dónde la izquierda ha podido ganar varias elecciones con reglas heredadas de la dictadura, siempre y cuando las reglas sean las mismas en cada juego, se puede aprender a jugar y ganar con ellas.

Por supuesto que jugar y ganar dentro de unas reglas establecidas es más difícil que jugar y ganar por fuera de ellas. Si agarro el balón con dos manos voy a hacer un gol más fácilmente que si lo empujo por toda la cancha con el pie. En la “lucha contra el terrorismo” o en nombre del “bienestar del pueblo”, líderes a lado y lado del espectro político, han hecho precisamente eso. Militares, guerrilleros y presidentes, de izquierda y derecha, en América Latina han tomado la decisión de que su país está muy pobre, muy violento o muy inestable y a punta de elecciones, pesos y contra pesos nada se va a lograr. Estos líderes han usado el poder de las armas o las masas para brincarse las reglas del juego, cambiarlas a su acomodo e imponer su solución.

El problema de hacer eso no es la solución que se impone; el problema es el costo que ese comportamiento tiene para el juego político. En el partido de fútbol si yo agarro el balón con las manos y arranco a correr impunemente, lo más probable es que el equipo contrario haga algo similar y utilicen golpes y patadas para detenerme. El juego deja de ser fútbol y se convierte entonces en una batalla campal. Similarmente si un líder político decide eliminar o torcer las reglas del juego para imponer lo que él o ella consideran la mejor alternativa de gobierno, lo más probable es que, aquellos que se le oponen, decidan hacer algo similar. El juego deja de ser democrático y se convierte entonces en un juego suma cero; en una batalla de supervivencia política en la que, aquellos con más fuerza económica, civil o militar tienen todas las de ganar.

En ese sentido, las instituciones, las reglas del juego, son el centro. Si bien restringen mi comportamiento y mi habilidad de imponer lo que, yo creo, es mejor para mi comunidad, también garantizan que lo mismo suceda del lado contrario, obligando a ambos bandos a moderar sus posiciones y negociar. Las instituciones, en últimas, generan un espacio en el que, desde nuestras diferencias, asumimos que nadie tiene la verdad revelada y no todos tienen por qué pensar igual. Ellas, por imperfectas que sean, nos permiten convivir y competir con el vecino seguros de que en la contienda va a haber garantías que nos protegen independientemente del resultado electoral.

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