La norma y el ejemplo

Terminaba las compras en el supermercado y para variar, las colas eran largas. Decidí irme a la “Caja Rápida” de sólo diez productos, y al constatar que tenía doce, retiré de la cesta dos valiosísimas bolsas de café que tanto escasean por estos días (acaparamiento, diría el gobierno, desabastecimiento, la oposición). En fin, me pongo en la cola haciendo un reconteo rápido de los productos, y para mi asombro, la señora que está delante de mí lleva no menos de ¡veinte productos! que va poniendo en la correa de la caja sin el menor atisbo de vergüenza. La cajera viéndola con los ojos muy abiertos le dice -Señora por aquí sólo son diez productos. -A lo que ésta le responde impávida sin dejar de pasarlos: -Tranquila vale, ya estoy aquí. -Eso bastó para que la cajera, aunque de mala gana, le facturara el mercado.

Esa manera descarada de romper la norma, ese dejar hacer tan venezolano, explica por qué cuando sucede en las más altas esferas, la reacción en muchos casos es, cuando menos, displicente. Si todos saben quién vende droga en la cuadra, cuál es la vacuna para obtener un contrato, un crédito o un puesto de trabajo, quién está cuadrado en un guiso”; no es de extrañar que cuando el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), forza una interpretación para impúdicamente favorecer a una parcialidad política, ello no genere mayores consecuencias. Eso se veía venir, dirían algunos resignados.

Para que el ciudadano respete las normas a gran escala se debe comenzar por cumplir las pequeñas. Para evitar los delitos graves, deben sancionarse los menores y desarrollar campañas oportunas para la toma de conciencia. Una persona que sin temor a sanción lance basura a la calle, consuma alcohol u orine en la vía pública; de seguro seguirá transgrediendo las normas con impredecibles consecuencias. El efecto bola de nieve. Cuando desde las cúpulas se nos envía el mensaje de que al final se hace la voluntad del poderoso, se otorga una patente de corso al infractor. Y, el mundo al revés, se criminaliza al que reclama o ejerce sus derechos vulnerados.

Si el TSJ trabaja como operador del partido de gobierno, la injusticia se convierte en política de Estado. Sin justicia no hay Estado de Derecho, y por ende, democracia. Por ello los esfuerzos de darle visos de legalidad a las arbitrariedades del poder son tan graves como la violación misma. A este descarrío se suma la falta de estabilidad e inexistencia de la carrera judicial, lo que compromete la imparcialidad de los jueces. De lo anterior puedo dar fe, pues formé parte de la primera cohorte de 400 aspirantes a jueces quienes a través de concurso quedamos seleccionados de entre 4.000 abogados para formarnos durante 3 años en la Escuela Nacional de la Magistratura. Luego de aprobar con 18 puntos, la Presidenta del TSJ me entregó un certificado y tras bastidores nos enteramos que no nos tomarían en cuenta pues la designación de jueces continuaría por palanca. Eso fue en 2009 y la dedocracia sigue.

De vuelta al supermercado, nadie aparte de mí se quejó en la cola y todos los que llevamos los diez productos vimos a la señora salir campante con los suyos. Quizás más de uno, viendo el ejemplo, haya sumado las dos bolsitas de café que yo dejé en la correa. Porque, a fin de cuentas, si se rompe un poquito la norma, no pasa nada.

 

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