Cuando ya no se puede volver a empezar, por Lennis Rojas

Cuando ya no se puede volver a empezar, por Lennis Rojas

Vidas cruzadas
Una selección de Héctor Torres

 

 A lo largo de nuestro camino la vida suele llevarnos a escenarios en que nos toca presenciar el fin, la última vuelta, de situaciones que definieron las personas que somos. Esas circunstancias en que los recuerdos nos permiten entender el maravilloso valor de cada pequeña vivencia. Más si se trata de vivencias de la infancia. Este conmovedor relato parte de una llamada con una triste noticia, y de cómo la vida va cerrando sus ciclos, como si se recogieran a sí mismos, despidiéndose del mundo de los vivos. Un tono íntimo, melancólico, pero sosegado, impide que la atmósfera del relato sucumba al drama. Lennis Rojas, su autora, dirige Ficción Breve Venezolana. Héctor Torres

Son las 4 de la tarde. En casa tenemos más de 24 horas sin luz por una falla eléctrica en la zona y estar sin luz se traduce a estar sin agua ni teléfono. Apenas algo de batería en el celular, cargado aprisa en una estación de Metro. Le digo a mi hija que como soy de un optimismo pesimista, hay una frase que me sirve de consuelo para toda ocasión:

“Siempre, siempre puede ser peor”, sentencio el lugar común con aire afectado y ella ríe conmigo.

El celular se ilumina con el nombre de mi hermana en una llamada entrante. Parecía absurdo pensar en malas noticias después de la reciente frase. Pero sí, eran malas noticias. Como dijo un amigo ante una tragedia personal: la vida es literatura de la mala.

Mi abuela acababa de morir.

 

Llegar al estado Aragua supone pasar por el terminal de La Bandera a las 5 de la tarde. Voy con mi hermano. El pasillo de abordar es un zumbido oscuro, una escena pintada por El Bosco. Debemos llegar pronto a Maracay porque mi mamá no sabe nada aún y tiene quebrantos de salud. Nos esperan para que le demos la noticia.  Mi hermano me deja al final de una de las retorcidas colas para ir a ver cómo podríamos salir de allí más fácilmente. Cuando vuelve dice que una señora en los primeros puestos nos ofrece su lugar a cambio de mil bolívares. Nos negamos, claro.

Nuevas llamadas telefónicas. Mi hermana quiere saber dónde estamos, es urgente decirle a mi mamá. Llamo a mi padrastro. No, no te agradezco que me pongas a mí a darle la noticia, me dice con paciente resignación. Otras llamadas. Nos vamos a La Victoria, es más fácil tomar el bus, es más cerca y allí será el funeral.

En un mensaje en mi celular, de batería casi agotada, leo que mi mamá ya se enteró.

 

El poeta Thomas Lynch asegura, en su libro El enterrador, que la rabia es la prima pobre del miedo. Aunque lo he leído varias veces y me aprendí esa frase de memoria, no creo haberla entendido nunca antes como ahora. Ahora que vamos por la autopista y llega el momento del dolor. Me había estado siguiendo como un perro pero aún no era su tiempo. Primero había aparecido la pariente pobre del miedo, luego la culpa; sobre todo la culpa.

Y ahora por fin llegaban los recuerdos asomando sus dientes. Los años que viví con ella. Las veces que fue a mis presentaciones de danza o teatro. Los regaños. Sus amadas plantas. Mi primera vez en un avión. El ovillo de hilo rojo con el cual me enseñó a tejer. Aquel viaje a Margarita juntas, donde la detuvieron porque olvidó la cédula y yo me sentía perdida, aguantando el llanto, justo como ahora. Perdida y aguantando el llanto.

Y los juegos. La niña que era yo le preguntaba si no quería ponerse bonita, o ella me preguntaba si no quería peinarla. Entonces se sentaba frente al televisor y yo disponía cepillos, estuches de maquillaje y cremas en la mesa de centro, para iniciar unas largas sesiones de peinado, maquillaje, limpieza de cutis… Para volver a empezar. Ella se miraba al espejo, sonreía y decía que la había dejado hermosa, con una paciencia que solo deben sentir las abuelas primerizas.

 

En La Victoria nos esperaba una ciudad-espectro de calles oscuras, de tiendas cerradas, de miedo empoderado, aunque aún no eran las ocho de la noche. Allí nos esperaban algunos familiares, mi madre y varias horas de trámites por resolver. Una noche para ver amanecer el día en larga conversación con mi mamá y para prepararnos para el velorio.

Conozco la funeraria. Está en la esquina de una calle en la que viví durante años. Una calle que bordea el casco histórico, de casas de finales del siglo XIX, con puertas altas y zaguanes construidos con la reminiscencia de otro tiempo. Solía pasar por la otra acera y ver a las personas sentadas en la terraza de la funeraria. Esta vez tengo la perspectiva que da estar precisamente en ese lado de la calle.

No recuerdo cuándo uno de mis tíos me entregó una bolsa blanca. La abrí, tenía su ropa. La que va a usar para la ocasión. La tengo conmigo y cuido que no se arrugue. Esperamos. Alguien dice que hay que vestirla.

Mi abuela tuvo tres hijas y dos hijos. Sólo una de ellas dice que lo hará. No culpo a los otros. Yo tampoco habría querido. Yo tampoco quiero, pero creo que mi tía necesitará ayuda así que me sorprendo diciendo “yo te acompaño”.

La habitación donde los preparan está en la acera de enfrente, nos dicen.

Salimos a la calle, al sol de las once que brilla sin consideración con los ojos de los que lloran. No quiero ver a mi tía a la cara, parece que se le correrá la piel de los párpados de tanto que se pasa el pañuelo que estruja en su mano.

Nadie nos prepara para la muerte. Ni para la vida. Nadie me preparó para verla en esas condiciones.

Frente al ataúd mi tía solloza, le entrego la ropa y veo cómo se encoge. Otra niña perdida. La ropa se le enreda un poco. La esposa de mi tío ha llegado para auxiliarnos, y por un momento lo hace, pero pronto también comienza a llorar. Me adelanto y decido terminar de vestirla. Paso la mano para eliminar arrugas, arreglo botones, estiro la blusa. No sé qué más hacer. Intento el gesto inútil de arreglar sus manos, inertes antes de lo que esperábamos. Termino. El encargado de la funeraria, un moreno alto que nos mira como desde arriba, me pregunta si la voy a maquillar.

Desconcertada, busco a mi tía con la mirada. Ella asiente. Le respondo que sí al de la funeraria y mentalmente vuelvo a algunos pasajes de El enterrador, “El significado de nuestra vida y los recuerdos de ella, les pertenecen a los vivos, lo mismo que nuestro funeral”. Tomo aire y empiezo. Hubiera querido tener más tiempo, hacerlo mejor. Sé que no será como aquellas largas tardes frente al televisor, pero voy maquillando.

Esta vez no habrá espejo, ni risas, ni limpieza de cutis. Ni volver a empezar.


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