La genialidad de lo espontáneo

El coplero subterráneo

Era mediodía y me encontraba en el Metro de Caracas. Los espacios vacíos eran pocos debido a los retrasos del tren. La gente hacia formaciones indeterminadas, el aire se alimentaba del aliento de todos los presentes, el aroma era una mezcla de esencias difícil de definir. Nadie deseaba toparse con otro, pero era imposible, pues el área iba quedando corto y los codos se topaban para bailar una danza acalorada. El sonido era un cuchicheo, como el que alguna vez me explicó mi abuela que hacían las animas del purgatorio.

Era mediodía en Caracas y la hostilidad se acrecentaba a cada llegada del metro. Salían 6 y entraban 10, salían 4 y entraban 15, salían 2 y entraban 20. Las miradas apuntaban cada minuto al reloj del celular, al reloj en la muñeca, al reloj del vecino, buscaban una luz que se aproximara en el túnel.

De momento se escuchó a lo lejos una tonada, que iba tomando forma y fuerza a medida que pasaba entre la gente de la estación. Un hombre de piel cobriza, bajo, muy bajo, vestido con jeans, una franela desvencijada y una gorra, era el dueño de una voz nasal que hacía contraste con los susurros de la gente. Por momentos tomaba una pausa larga para llenar sus pulmones de aire y así volver a expulsar una melodía, sin ningún reparo, a todo gañote.

No pedía dinero, su intensión no era llamar la atención tampoco. Era como si un ama de casa cantaba mientras hacia las arepas, era como si un chico cantaba mientras se daba una ducha, era como si una adolescente simulaba ser su artista favorito frente al espejo. Ese caballero simplemente cantaba para ser feliz y acompañar su caminar, nadie más existía para él, nada más importaba para él.

En estos casos, nunca faltan las personas a las  que les incomoda la felicidad ajena, la espontaneidad de unos a veces es el salitre del espíritu de otros. Fue cuando escuché a una chica decirle a otra “Ese señor tiene problemas”, seguido de una risa satírica. Y es que nadie puede entender a alguien que decida actuar despojado de las reglas de etiqueta, de formalismos, de indumentarias comunes.  La irreverencia se paga con miradas de desprecio.

Metro de Caracas

Un don en extinción

A mi realmente me causó gracia la frescura con la que ese señor encaraba ese nefasto mediodía en la tormentosa estación de Chacaito. Me recordó el optimismo ante las adversidades, e incluso me recordó que la naturalidad no es algo con la que nace todo el mundo, pues la mayoría está preocupada queriendo encajar, deseando ser aceptados de cualquier modo sin fijarse en lo importante que es ser “uno mismo”. Ese caballero estaba libre de todo miedo al ridículo, y ese, es un don fuera de serie.

Sería maravilloso un mundo repleto de espontáneos, que no temieran regalar una sonrisa al desconocido o entablar una conversación en medio de la nada. Alguien que se parará en medio de la calle a bailar al son de las cornetas, que nos hiciera tomar una pausa para respirar.  Alguien que nos ayudara a detenernos en medio de esta ola cotidiana, donde nos montamos sin darnos cuenta, olvidando reflexionar, olvidando enamorarnos de nuestro alrededor y agradecer cada latido.

Ojala hubiese más espontáneos y menos críticos de oficio, que deseen multiplicar su resistencia ante las maravillas de lo extraño. Esa gente debería saber que gastan energía valiosa en ser infelices, en vez de dejarse llevar por la vibra imaginativa. Ellos se están perdiendo de la caricia de la brisa, de los colores del atardecer, de lo sonoro de una risa.

Estoy segura que el cantante del metro no se detuvo ante los comentarios a su alrededor, pues al final él no estaba cantando para ellos, sino para sí mismo. Capaz esa tonada era un bálsamo para las ansiedades que tenía dentro.

Qué maravilloso sería el mundo repleto de locos que sumaran novedad a la historia de nuestra sociedad con su genio y nos sacaran de esta cotidianidad absurda, apegada a dogmas que prescribieron en el tiempo. Gente incapaz de detenerse ante detalles absurdos, que vayan contra la corriente para hacernos despertar del letargo al que nos hemos sometido.

También sería esplendido que dejáramos de ser el conejo apurado que va a contra reloj y empezáramos a ser sombrereros locos con tiempo para detenernos a tomar el té, con tiempo para celebrar en días ordinarios lo extraordinario de estar vivos.

Gala Gabriela

Publicista, ciclista urbana, turista de la vida y de mente soñadora.Las letras se convirtieron en la herramienta perfecta para exorcizar mis demonios y dar a conocer realidades cotidianas que pasan desapercibidas.

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