La paz en Colombia: Porque tenemos y queremos negociar

Desde que empezaron los diálogos con las FARC el expresidente Alvaro Uribe no ha cesado en sus esfuerzos por sabotear y deslegitimar las negociaciones. En lo que lleva del año no sólo ha hecho varias denuncias sino que ha interceptado las comunicaciones de los negociadores y revelado coordenadas y operativos secretos de la fuerza pública. El último episodio en esta saga de obstáculos es la publicación de una lista de “capitulaciones” que, según Uribe, el gobierno de Santos está haciendo frente a las FARC. Llena de afirmaciones que son en buena parte exageraciones y mentiras, la lista ha dado de que hablar.

La tenacidad del expresidente en sus intentos por obstaculizar el proceso tiene que ver con su visión de la guerra en Colombia. Uribe se niega a reconocer la historia y carácter político de las FARC. Para él y sus seguidores, los guerrilleros no son más que terroristas; criminales comunes, como el malandro de la esquina, con los que no hay nada que negociar. De acuerdo al uribismo, a las FARC, como al ladrón de carros, sólo hay que someterlas a la ley; obligarlas a que entreguen las armas unilateralmente con la posibilidad, si mucho, de conversar las condiciones en que esto se va a hacer.

Esta lógica, que ilumina muchas de las opinines que hay sobre el proceso al interior y exterior del país, tiene varias fallas. Primero, las FARC no nacieron con Pablo Escobar. El grupo guerrillero cuyo origen se remonta a mediados del siglo XX es el resultado no sólo de la violencia partidaria y la restricción en el acceso al poder político, sino de luchas por la distribución de tierras que datan de comienzos del siglo pasado. La relación de esta organización con el narcotráfico y sus actos terroristas contra población civil en las últimas décadas, si bien atroces y repudiables, no borran ese pasado. Decir que los guerrilleros sólo son terroristas o narcotraficantes es ignorar más 50 años de historia colombiana.

Segundo, las FARC no están sentadas en la mesa porque sí. Si el Estado hubiera podido vencerlas por las armas lo habría hecho y no tendríamos esta discusión. Nos guste o no, durante los últimos cincuenta años las FARC no sólo han sobrevivido, sino que –a diferencia del malandro de la esquina—tienen presencia y controlan parte del territorio nacional. Y como nadie les regaló ese control ni ha tenido la capacidad de quitárselos del todo, es apenas normal que pidan condiciones para devolverlo. Dada la correlación de fuerzas, si el Estado quiere que la guerrilla entregue las armas, se desvincule del narcotráfico, reconozca y rechace crímenes como el asesinato y el secuestro y repare a sus víctimas, va a tener que dar algo a cambio. Va a tener que hacer una serie de concesiones en términos de políticas públicas y garantizar condiciones adecuadas para la reinserción y participación política de algunos de los integrantes de dicha agrupación. Es el costo de hacer negocios.

Finalmente, no es claro que el sometimiento, así fuera posible, sea la mejor alternativa a largo plazo. Es cierto que la mayoría de los colombianos preferirían no tener que ceder nada. El secuestro, las masacres y su relación con el narcotráfico, han hecho de las FARC una organización particularmente impopular en la opinión pública colombiana. Muchos quisieran ver a todos sus integrantes en la cárcel y preferirían que ninguno de ellos pudiera acercarse al congreso. Sin embargo, una derrota militar de las FARC sólo ahondaría las divisiones en Colombia. Precisamente porque tiene una larga historia, cualquier solución seria al conflicto armado del país pasa por una mea culpa colectiva. En estos cincuenta años actores estatales y no estatales, de derecha y de izquierda han cometido crímenes atroces con la anuencia, en muchas ocasiones, de las élites políticas y económicas del país. Si no nos sentamos a reconocer lo que ha sucedido, contar la verdad y pedir perdón, es difícil que podamos superar el abismo que nos divide.

Un proceso de paz es el escenario para empezar a hacer esto. A diferencia del sometimiento en donde hay ganadores y perdedores, en una negociación convergen adversarios, víctimas y victimarios. Es un espacio en el que nos reconocemos los unos a los otros en nuestras diferencias y buscamos mecanismos para convivir. La victoria militar aplasta al oponente, lo desaparece del mapa; los diálogos de paz no. Por el contrario éstos buscan lugares comunes. Espacios de convergencia en los que podamos interactuar, oponernos si quieren, sin que la existencia política de ninguno de los dos bandos se vea amenazada por el otro.

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