¿Quién paga la cuenta?

A partir de 2004 la población venezolana vio crecer su capacidad de consumo, gracias al aumento del precio del petróleo. Especialmente a partir de 2008, cuando nuestro principal producto de exportación alcanzó máximos históricos al mantenerse por un largo período de tiempo por encima de los 100$ por barril. Fue la fiesta. El gasto público podía ocuparse, por fin, de atender todas las necesidades y creamos misiones sociales para todo (o casi). No necesitábamos al sector privado para producir, ¿para qué, si importar salía más barato? La ilusión de que el control político podría mantenerse indefinidamente se fortaleció, en la medida en que nadie en este país puede competir en recursos con el todopoderoso estado que administra y distribuye el maná que brota del suelo.

En medio de esta coyuntura de aparente abundancia, nadie soñó con las vacas flacas. O no tuvimos la fortuna de que alguien como José estuviera cerca del poder para aconsejarle ser previsivo. Pero incluso en medio de la vorágine, nuestro modelo empezaba a dar señales de dificultad.  Ya la inflación venía ocupándose de diluir los logros sociales de la revolución, al menos desde 2011: de acuerdo a los datos oficiales, la pobreza que había alcanzado su mínimo en el primer semestre de 2009 al representar 31,7% de las personas, comienza tímidamente a subir: 33,2% en el primer semestre de 2011 y 34,2% en el primer semestre de 2013. Parecía que la mejoría en las condiciones de vida no estaba basada en el crecimiento de las capacidades de la población, su producción o su productividad.

La inflación del año 2014 se perfilaba mayor que la de 2013, el récord en los tiempos de la revolución. A pesar de los altos precios petroleros, inflación y escasez nos recordaban a diario la insostenibilidad de un desarrollo basado exclusivamente en la renta petrolera. Pero además, ahora, caen los precios internacionales del petróleo y los analistas coinciden en que lo más probable es que se mantengan en niveles cercanos a los 75$/ barril. Las vacas flacas que nadie soñó están aquí, y parece que para quedarse.

El tema central no es, sin embargo, el aumento y la caída del ingreso; sino el desigual reparto de los beneficios, en los años buenos, y de los costos, en los tiempos de recesión. Es cierto que disminuyó la pobreza, pero los hogares que se encuentran solo un poco por encima de este umbral y son vulnerables a volver a esta situación representaban 35% de la población según nuestras estimaciones para 2011. Ha disminuido la informalidad, pero todavía 4 de cada 10 ocupados está un empleo sin las protecciones y derechos que establece nuestra legislación. Ha aumentado la escolaridad, pero sigue habiendo un importante número de jóvenes fuera del sistema de enseñanza. En resumidas cuentas, la población más vulnerable no acumuló en estos años recursos suficientes para salir airosa de tiempos más difíciles. A la vez, es esta misma población la que enfrenta los costos más duros: la inflación más alta se concentra en los alimentos, rubro al que los más pobres dedican la mayor parte de su ingreso; los empleos de baja calificación son los más inestables y precarios, con menor capacidad de negociar aumentos salariales para compensar la inflación; las familias en peor situación son las que enviarán a más jóvenes a buscar ingresos adicionales, así que la crisis terminará por reforzar el ciclo de reproducción de la pobreza.

En el otro extremo, quienes más se beneficiaron de los negocios públicos, quienes lograron acumular riqueza en dólares baratos están a salvo de la inflación porque su patrimonio no se deprecia. Pueden protegerse, además, de la escasez acumulando inventario en casa o comprando en el exterior.  Sus ingresos no dependen tanto de la dinámica interna del empleo y los salarios, conectados como están a los recursos que monopoliza el estado. Por tanto, disfrutan los mayores beneficios y asumen una parte mucho menor de los costos. Son como los personajes que en aquel almuerzo en un restaurant piden whisky y langosta para luego, con descuidada elegancia, desparecer de la escena cuando el mesonero trae la cuenta. Los vivos de siempre, hoy amparados por el discurso revolucionario. Los poderosos, una vez más, obteniendo beneficios a costa del pueblo.

Lissette Gónzalez

Socióloga, profesora-investigadora del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, Universidad Católica Andrés Bello

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