Viernes de instinto animal, por Yanetzy Correa

Viernes de instinto animal, por Yanetzy Correa

Vidas cruzadas
Una selección de Héctor Torres

La oposición selva-ciudad, con sus respectivas simbologías, existe desde que el hombre comenzó a asociarse en comunidades para protegerse unos a otros de los enemigos comunes. Pero una vez logrado ese objetivo, el peligro común del hombre fue el mismo hombre. Un instinto animal, que se adormeció en tanto no necesitó salvarse de los peligros naturales, emergió con ímpetu para representar una veces la piel del lobo y otras la del cordero. Este relato de un viernes de vuelta a casa, plagado de estímulos sensoriales, recrea con gracia y vivas imágenes esa vieja fusión de la ciudad-selva. Yanetzy Correa, su autora, es una comunicadora social recién egresada de la UMA.  Héctor Torres

Hoy es viernes de quincena. Al salir el sol me ciega y agacho la mirada al suelo. De repente el calor se impregna en mi piel, es un vapor seco que hace que los pocos árboles que quedan pierdan su frescura. Pasan uno, dos, tres, cuatro motorizados en un pestañeo, con la velocidad y fuerza de un rugido. Veo cuatro jaguares como si fuesen a perseguir a su presa, demasiado rápidos y osados para así aprovecharse de los demás, y en su acecho desprenden un aire color gris. Gente corriendo a empujones, niños gritando, las groserías del conductor, las camioneticas completamente llenas, la desesperación que empuja al instinto animal de la gente contra el límite del espacio del transporte. Me acostumbro al calor pero llega la sed. La camionetica se detiene y me atrevo a subir.

Los viernes son los preferidos para dejar salir la furia acumulada de la semana. Todo empieza a las cinco de la tarde cuando es hora de salir de las jornadas laborales y cerrar las jaulasde un golpe, con impaciencia, tensando los músculos, con la bravura de unas fieras hambrientas.

El rastro de los motorizados también está en el autobús; el humo se me  pega a la nariz. Lo huelo en la tela sucia de los asientos, en el conductor cuando tropecé con él por culpa de un frenazo, en la señora que tiene las bolsas del mercado. “¿Dónde consiguió leche?”, le preguntan. “En el Luvebras de arriba”, responde escondiendo sus bolsas debajo de sus piernas. En mis manos está el olor a cauchos y a ratas de estacionamientos, y de repente mi garganta carraspea y arde, me ahogo en una bocanada de cerveza rancia mezclada con la mugre de la camionetica. Debajo del asiento del copiloto hay un pote blanco lleno de líquido marrón, pero nadie parece notarlo. Comienzo a desesperarme pero no encuentro cómo salir del transporte. Siento su motor ruidoso latiendo en mis pies y de la nada, otro frenazo. Empujo al tipo que tengo al lado. “Disculpa” le digo. “Tranquila, mami” y me sonríe mirándome por todos lados, sacando su lengua, ansioso como un lobo hambriento.

Consigo sentarme en un asiento y los veo a todos como si aguantaran la impaciencia, sus caras están cansadas pero mantienen actitud muy alerta, todos viéndose simultáneamente y al mismo tiempo sin ver a ninguna parte, excepto el tipo que empujé sin querer y que no deja de mirarme (¿por qué siento que estoy en peligro?). “¡Señor, señor!”, grita una mujer con dos niños. Mientras camina hacia la entrada, todos las tocan y ella toca a todos, arrastrando a sus crías a sus espaldas. El trasero de la leona logra arrinconarlos. “Esto es un despelote, niña”, me dice el señor que está sentado al lado. “Ya encontramos cola, y creo que no nos moveremos más”.

Nos detuvimos. Caminamos hacia la estación del Metro y el humo de los carros se hace más intenso. Mi franela se pega a mi espalda, mis manos están sucias y mi cara húmeda. El tipo de la camionetica camina detrás de mí y me sigue. Siento su mirada clavada en mi nuca. “Hola mami”, le escucho decir. El lobo tiene a su presa y mi delgado cuerpo tiembla como un pequeño felino. Siento un vacío en el estómago. Se me acerca demasiado, pegándose a mi espalda tocando las puntas del cabello, y el corazón se me sube a la garganta y bombea peligro. En ese instante llega el Metro y es la primera vez que deseo tanto entrar al vagón. El animal me respira en el cuello con confianza y al abrir las puertas del vagón él y el gentío me empujan a la jaula del subterráneo, pero logro desviarme del camino saliendo del vagón muy rápidamente. El lobo feroz quedó atrapado con el bullicio. Enseño mi dedo medio y le sonrío mostrándole mi paloma blanca con una inflada satisfacción.

Espero el siguiente tren. Se abren las puertas y no hay aire en el vagón. Mis manos resbalan y veo y huelo sudor por todas partes, un aire pesado y pegajoso que empapa la frente, igual a las medias cuando se pegan a los pies sudados. Hombres enflusados, niños con el uniforme del colegio, una muchacha pequeña de camisa beige amamantando a un bebé, y al lado un joven de zarcillos le cuida su bolso, con apenas unos pocos vellos largos en su bigote. Una señora le grita a un gordo de gorra azul: “¡deja de meterte que no cabes, imbécil!”, y escucho a algunos reírse.

Boto aire de mi boca y el calor aumenta. Recuerdo que tengo sed y veo a la gente como bestias inofensivas: los trabajadores que madrugan desde las 3:30 de la mañana, las mujeres agotadas que buscan sus hijos a la escuela, los estudiantes frustrados que no consiguen trabajo, los chamos que prenden el reggaetón y la bachata a todo volumen y sin audífonos, los niños llorando cansados del Metro y las mamás sin comprender ni una sola lágrima. Se siente el olor de la calle y sus aceras llenas de basura, están allí junto con el sol picante y cegador de las 12 del mediodía, el humo de los carros y las motos, la inseguridad y la angustia, Así se siente el olor, ese es el calor humano que no deja respirar a Caracas.

Salgo de la jaula y me alejo de las fieras. El sol ha empezado a ocultarse y dibuja unas líneas naranja en el cielo. El día está por terminar. Camino para calmar mi sed en el humilde oasis de la ciudad. El Parque del Este sigue igual desde hace 3 años: mitad verde y mitad marrón, sus ardillas jugando en los árboles, la risa de los niños jugando en la grama y el aire fresco sin un rastro de gasolina. Voy hacia mi árbol favorito, respiro profundamente y lo abrazo olvidándome de la otra selva. Desde allí puedo ver la nueva fuente de cortina de agua y sus luces colores; morado, azul, rojo y verde, y aunque me guste ver todos esos colores, decido quedarme con el blanco de las nubes cuando miro al cielo porque es la única luz que es capaz de prenderse con la misma intensidad y con la que se apaga. Escucho pasos que interrumpen mi tranquilidad: veo llegar las camisas blancas de las personas de seguridad y eso no es buena señal.

“Ya estamos cerrando, por favor vaya a la salida”, me dicen.

Mis piernas solo responden a mi instinto y yo empiezo a correr como si nada importara.

Voy a mojarme en la fuente de colores y a limpiar mis manos sucias.

Los de seguridad vienen corriendo y ladrando: es que acaban de ver a un gato en libertad.


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