La alegría por decreto

Una fiesta “a todo dar” es un rasgo unificador de nuestra cultura. Y la de entonces no podía ser distinta. Cuando, el año pasado por estas fechas, anunciaron la orden de liquidación de mercancías a “precio justo” (aunque nadie explicó cuál era la fórmula para calcular dicha justicia), las multitudes se agolparon a las puertas de las tiendas Daka para comprar lo que encontrase. Y sin escoger demasiado, que las colas eran maratónicas y los estantes se vaciaban a pasos acelerados.

Y, como en toda fiesta que se precie, unos y otros bailaron y se dieron la mano sin importarles la facha (o la inclinación política). De hecho, era tanto el entusiasmo y tanta la cabal interpretación del espíritu del decreto, que en Valencia un nutrido puñado de espontáneos quiso aligerar las colas y, prescindiendo del trámite de pasar por la caja y pagar el precio simbólico,  decidió entrar a la tienda para salir con las manos llenas.

Durante esos días, pasado el furor de las primeras rondas, mientras algunas voces advertían que ese ratón se iba a pagar caro, circularon anécdotas de inspectores que llegaron a una tienda de, por ejemplo, instrumentos musicales, y luego de determinar que estaban especulando con los precios, ordenaron que se liquidaran a precio justo. Que Venezuela es un país de músicos nadie lo pone en duda, pero que una mañana de miércoles, a los diez minutos de una orden de liquidación, apareciera de la nada una larga fila de interesados en adquirir bajos Fender, amplificadores Marshall, guitarras Gibson, micrófonos Shure, platillos Zildjian y tumbadoras LP, despertó no pocas suspicacias.

Los que no acataron la orden de celebrar la Navidad “a todo dar” no era por aburridos, sino por angustiados. Y razón no les faltaba, ya que el resultado no pudo ser distinto al obtenido. El ratón que dejó el Dakazo nos amaneció a un 2014 más empobrecidos que el año anterior. Un 2014 con más desempleados, con menos tiendas dónde surtirse de los bienes que se deseen adquirir y con mayor escasez e inflación.

No es de extrañar que la frustración de haber despertado a esa realidad, habiendo participado o no en la fiesta, haya sido uno de los combustibles de los rabiosos y tristemente recordados episodios de febrero de este año. No en balde fue una protesta básicamente de jóvenes que vieron cómo su futuro, al despertar de esa resaca consumista, amanecía más comprometido aún que el del ya comprometido año anterior.

Que ya era decir bastante.

Y, como si no hubiésemos vivido las consecuencias del Dakazo, ya el gobierno volvió a hacer los primeros anuncios de felicidad por decreto. De celebración a “fondo blanco”. Y por televisión, para que no se quede nadie sin enterarse. Ese quince por ciento de aumento salarial (que quedó empañado ante el privilegiado cuarenta y cinco por ciento para los militares), resultó insuficiente. Más expedito fue reeditar la vieja fórmula económica de la campaña electoral de María Bolívar, que señalaba que para controlar la inflación, la solución era bajar los precios.

Y es entonces cómo el espíritu de Daka cayó sobre las tiendas General Import. Y, como si no lo vivimos en diciembre pasado, volvieron las colas desde el amanecer, y los guardias a poner orden marcando números en brazos.

Porque la fiesta debe seguir.

¿Será posible repetir los mismos errores creyendo que se pueden eludir sus ya conocidas consecuencias? ¿Los concurrentes a esas largas colas tendrán poca memoria o mucho espíritu minero? Como con el alcohol barato, lo peor de la borrachera que agarrará el país en estas navidades decretadas, no será el monumental tamaño del la resaca, sino el irreparable daño que dejará en el organismo, una vez que pase.

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