Historias de “buenos” y “malos”: Apuntes sobre la guerra en Colombia

Hace quince días las FARC, en violación al cese unilateral al fuego que declararon desde diciembre del año pasado, asesinaron a once soldados en el Cauca, al sur occidente de Colombia.  El ataque sucedió mientras los soldados se refugiaban de la lluvia en un coliseo de la zona. No fue en defensa propia, como inicialmente declararon los dirigentes de las FARC, el ataqué agarró a los militares por sorpresa; medicina legal confirmó que, cuando sucedió, los uniformados no estaban listos para pelear.

La reacción por parte de la opinión pública no se hizo esperar. En pocas horas las redes sociales, la radio, los periódicos y los noticieros se llenaron de comentarios, entrevistas, llamadas y notas de opinión que exigían acabar con el proceso de paz. Si bien, el presidente Juan Manuel Santos no se paró de la mesa, un par de días después, presionado por los sectores de derecha del país,  y en medio del aplauso de millones de colombianos, decidió reanudar los bombardeos a los campamentos del grupo subversivo. El saldo de la emboscada: once soldados muertos, alrededor de veinte heridos, un inevitable retroceso en las negociaciones con la guerrilla y los muertos que generen los ataques del ejército a los campamentos de las FARC.

Yo no voy a defender la acción de los guerrilleros, ni pretendo analizar las razones por las cuales hicieron algo que sólo puede entenderse como un tiro en el pie. Más interesante, me parecen las reacciones de mis compatriotas a los eventos de los últimos quince días. Al parecer para los colombianos hay víctimas “clase A” y víctimas “clase B”. El primer grupo lo conforman aquellos que ellos consideran partes inocentes del conflicto: los militares. El segundo lo conforman aquellos que ellos consideran partes “culpables” del conflicto: los guerrilleros. Matar a los primeros es una cobardía; matar a los segundos merece una mención de honor militar. El objetivo final no es negociar para evitar muertos de ambos lados, sino arrodillar al enemigo así eso cueste miles de vidas más.

Empecemos por el comienzo. Vida es vida. Los guerrilleros también tienen madres, hijos y esposas. Cuando los matan, sus seres queridos los lloran igual.  Segundo, ni el ejército ni la guerrilla son partes “inocentes” o “culpables” de la guerra en Colombia. En un conflicto tan largo y tan complicado como el conflicto Colombiano no podemos pararnos y apuntar dedos así no más. Tercero, es interesante observar cómo es que la población colombiana utiliza diferentes raseros para juzgar a distintos grupos ilegales. Durante el proceso de paz con los paramilitares liderado por el expresidente Alvaro Uribe, estos grupos no sólo siguieron asesinando, amenazando y traficando con droga sino que utilizaron las armas para intervenir activamente, por segunda vez, en una elección nacional. Nunca, ni siquiera en los peores momentos durante los peores escándalos de dicho proceso, se oyeron las quejas que se oyen hoy en día con las FARC.

Mucha de esta actitud tiene que ver con la historia que hemos construido de la guerra. Si en algo ha sido exitosa la derecha es en vender la idea de que los FARC son narcoterroristas, los militares “héroes impolutos de la patria” y los paramilitares ejércitos privados creados para defendernos de la “amenaza subversiva” en una época de debilidad y abandono del Estado. La verdad, sin embargo es algo mucho más compleja. Las FARC tienen cincuenta años de historia, el narcotráfico, el secuestro y el terrorismo están lejos de resumir lo que son, lo que quieren y las razones por las que existen en primer lugar. Los paramilitares, si bien son consecuencia de las vacunas y ataques de grupos subversivos, son mucho más que equipos de seguridad privados. Son ejércitos fundados por narcotraficantes y gamonales, con el apoyo de militares, para frenar el avance de la guerrilla en ciertas regiones, asesinar las victorias locales de la izquierda en las urnas y expandir el control sobre tierras y negocios a lo largo y ancho del país.

La versión de buenos y malos que hemos creado de la violencia en Colombia es un cuento que nos vendieron desde una orilla ideológica. Es tan sesgado como la idea que defienden, con menos éxito desde la otra orilla, de que la guerrilla existe hoy porque Colombia no ha tenido una reforma agraria y sigue siendo un país supremamente desigual. Y nos gusta, no sólo porque simplifica algo que, de otra forma resulta casi imposible de comprender, sino porque nos quita el espejo de la cara. Atrocidades han sucedido de lado y lado; sin embargo, las atrocidades de militares y paramilitares han sucedido, generalmente, en medio del silencio cómplice de una nación.

Los colombianos se rasgan las vestiduras cuando las FARC cometen un acto de violencia. Salimos a reclamar justicia y verdad. ¿Dónde estábamos cuando mataron a tres mil militantes de la Unión Patriótica, el partido de izquierda que se formó como resultado del proceso de paz en los años ochenta? ¿Dónde estábamos cuando las los grupos de derechos humanos denunciaban masacres y desplazamientos en el Magdalena Medio. con el objetivo de vender las tierras abandonadas a ganaderos y agroindustrias poco después? ¿Dónde estábamos cuando las madres de barrios populares de varias ciudades del país denunciaban el secuestro y asesinato de sus hijos por parte de los militares, quienes los vestían como guerrilleros, para ascender en el sistema macabro de promociones e incentivos del ejército nacional? Si por estos crímenes hubiera habido una reacción como la que desató el ataque en el Cauca, esta guerra se habría acabado años atrás.

Todos los grupos mencionados en este artículo han contribuido con centenares de muertos al conflicto. Ninguno de esos muertos vale menos que los demás. Si de verdad queremos que se acabe la guerra, si de verdad queremos que no haya “más FARC” tenemos que sentarnos a tener una conversación honesta al respecto. Tenemos que buscar memoria y verdad sí, con la guerrilla, pero también con otros grupos armados. Tenemos que asumir la parte que jugamos todos en el conflicto.  Pedir perdón por el silencio que guardamos frente a unos crímenes y bajar la superioridad moral con la que gritamos todos los demás.

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