La constitución a tres bandas

Voluntad Popular inició un esfuerzo de recolección de firmas para convocar una Asamblea Nacional Constituyente. La iniciativa ha desatado un debate en torno a su conveniencia. Las personas que apoyan la convocatoria sugieren que es la única forma de equilibrar los poderes en el país. Las personas que la rechazan señalan que, por el contrario, podría dañar los esfuerzos que se han hecho para recuperar espacios institucionales como la Asamblea Nacional. La situación es compleja y vale la pena analizarla desde diferentes flancos.

La primera pregunta que toca hacerse es, ¿hay que reformar la constitución? La respuesta a esa pregunta es seguramente positiva. La Constitución de 1999 disminuye la “rendición de cuentas horizontal” al dar mucho poder al ejecutivo vis-a-vis  otras ramas del poder público. Cualquier democracia liberal que se respete tiene (o busca tener) un sistema de pesos y contra pesos en los que ninguna de las ramas del poder público (léase congreso, cortes o presidente) pueda funcionar sin límites. Recortes a los periodos presidenciales, límites a la reelección y al control del presidente sobre las Fuerzas Armadas, entre otros, son cambios bienvenidos para aquellos que creemos en una democracia plural.

Si toca reformar o no la constitución, sin embargo, no es la única pregunta que toca hacerse. La segunda cuestión que toca evaluar es la pertinencia de una reforma vía Asamblea Nacional Constituyente. Políticos con experiencia en estos temas frecuentemente señalan que “a una constituyente uno sabe cómo entra, pero no cómo sale”. Mientras que las reformas vía referendo o congreso limitan los temas a tratar, las constituyentes ponen todas las instituciones sobre la mesa. No hay regla que valga porque se está cambiando el reglamento completo y  todo está en juego: así como pueden cambiar las normas que se busca cambiar, también pueden cambiar normas que muchos preferirían siguieran igual.

En términos generales, entonces, las constituyentes son una apuesta de alto riesgo, pero en Venezuela esto es aún más cierto. El Nacional publicó un artículo con algunas cifras del IVAD en cuanto apoyo electoral a la oposición; en él sostienen que mientras el 63% de la población estaría dispuesta a votar por la oposición en unas elecciones legislativas, sólo 47% haría lo mismo en el caso de una Asamblea Nacional Constituyente. En otras palabras no estamos seguros que, de darse, la constituyente vaya a tener mayorías de oposición. De hecho, si el oficialismo pusiera el 53% restante de los votos, serían ellos, nuevamente, quienes podrían reescribir el reglamento que rige a la nación.

Otro aspecto importante sobre la pertinencia de una constituyente en el contexto político Venezolano actual es el mensaje que dicha iniciativa transmite. La Constitución de 1999 es, tal vez, la herencia simbólica más importante de Hugo Chávez. Si la oposición quiere formar mayorías, necesita conquistar los corazones de los “chavistas indecisos”: aquellas personas que apoyaron (y apoyan) al exmandatario pero están desilusionadas con su sucesor. Proponer una nueva carta magna da al traste con cualquier esfuerzo en esa dirección.  Las personas cuyo apoyo se quiere conseguir, se beneficiaron material y simbólicamente del régimen; el chavismo les dio la visibilidad que otros gobiernos les habían negado y pedirles que apoyen un proyecto que sustituye el símbolo más importante de esa visibilidad, es algo que no se puede hacer. Como decía Elías Pino Iturrieta en su columna del domingo: “¿Cómo convocar de manera solvente una nueva convención de hacedores de constituciones, cuando la vigente no ha dejado de tener popularidad y cuando las críticas de las mayorías no se han orientado contra su contenido, sino contra los dislates del gobierno?”.

Finalmente, además de la pertinencia y la necesidad, toca evaluar la viabilidad. Tal y como está planteada, la constituyente tiene un problema operativo: como convocarla sin pasar a la ilegalidad. No hace mucho José Ignacio Hernández publicó en Prodavinci dos artículos que explican detalladamente los requisitos y obstáculos para convocar a una ANC. De acuerdo al jurista, si bien la recolección de firmas que se está llevando a cabo sin el visto bueno del CNE es legal, una vez recogidas las firmas es ésta institución la que debe aprobarlas ¿Qué posibilidad hay que de que un CNE cooptado por el gobierno, apruebe un proyecto que busca acabar con éste último? Y si el CNE no acepta las firmas, ¿cuál es la alternativa?

Como señala Hernández, lo más probable es que el CNE rechace las firmas. En ese momento, aquellos que lideran la iniciativa se van a ver en una encrucijada. O aceptan el dictamen del CNE y acaban con la propuesta, o siguen adelante sin la aprobación del ente electoral.  Por un lado aceptar el dictamen del CNE, traería consigo una nueva decepción para activistas que cada día cuesta más trabajo movilizar; por el otro, rechazarlo empujaría la iniciativa de la constituyente del plano legal institucional, al ilegítimo extra institucional con consecuencias para miembros y esfuerzos de la oposición, difíciles de prever.

En conclusión, nadie pone en duda la importancia o necesidad de una reforma constitucional. Venezuela atraviesa desde hace años una seria crisis institucional que toca solucionar. Sin embargo, no es claro que la ANC sea ni la única, ni la mejor, alternativa para resolver el problema.

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